Descansaderos de muertos para depositar la cada de camino a iglesias y cementerios, así como cuevas para guardar los ataúdes que eran compartidos por las familias más humildes de los pueblos más alejados, forman parte de la tradición casi desconocida hoy en día cuyos vestigios aún pueblan Gran Canaria.

El Cabildo de Gran Canaria da a conocer con motivo del Día de los Difuntos la recopilación que ha realizado en 30 fichas agregadas a su Carta Etnográfica que describen estos apeaderos con cruces situados en los caminos, estas llamativas cavernas y otros elementos de religiosidad para darlos a conocer a la población.

La Fundación insular para la Etnografía y el Desarrollo de la Artesanía Canaria (Fedac) explica que los más antiguos datan de finales del siglo XIX, cuando la población convivía en una isla tradicional y rural, entre la vida y la presencia constante de la muerte, hasta el punto de que los espacios fúnebres y sus elementos formaban parte de las costumbres de las poblaciones.

Su uso se extendió hasta mediados del siglo XX, un periodo de poblaciones dispersas y muchas veces alejadas de las iglesias y cementerios, por lo que cuando una persona fallecía, los hombres jóvenes del lugar iban a la cueva que guardaba la caja de muertos comunal para transportar al finado hasta su última morada, después de recorrer kilómetros por angostos caminos y profundos barrancos, rutas en las que había apeaderos señalados para que los vivos tomaran un respiro y los muertos recibieran rezos.

Algunos de estos puntos, llamados descansaderos de muertos, sobreviven aún al paso del tiempo aislados en los caminos, aunque la población solo repara en las cruces y en ocasiones interpreta su amplia repisa de piedra como un altar, cuando en realidad es el espacio en el que los jóvenes depositaban el ataúd para descansar y acometer el siguiente tramo del camino.

Así era en Hoya de Pineda en Gáldar, donde aún puede visitarse la denominada Cueva de la Caja, que albergaba un gran ataúd de madera para los fallecidos adultos y otro pequeño y blanco para los niños, para las familias que no podían adquirir uno propio para su finado.

El centro y sureste de Gran Canaria, con sus profundos barrancos y aquellos pagos mal comunicados, presentan aún numerosas muestras de religiosidad popular como la Cueva del Aire en Veneguera, las Cuevas de Muertos de Tasartico y Tasarte y los féretros comunales de Fataga.

Descansaderos de muertos había en muchos caminos, como los de Las Arvejas y Tirma en Artenara, el de La Cardonera en La Aldea, Tunte en San Bartolomé de Tirajana, o San Lorenzo en Las Palmas de Gran Canaria.

Además, el caminante puede aún contemplar antiguas cruces que recuerdan hechos luctuosos como el fallecimiento de un vecino por la caída de un burro o el de otro paisano al que alcanzó un rayo, ambas en el camino de El Álamo, en Teror, o las dos pequeñas al borde de un recóndito estanque en el que se ahogaron dos amantes en el centro de la isla.

El culto a la muerte, mezcla de cultura y superstición, marcó la vida de los grancanarios en aquella sociedad humilde y rural, dispersa y trabajadora, que se mantuvo fiel al respeto a sus muertos y luchó contra los inconvenientes de la complicada geografía insular para brindar a los finados su última morada.

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