Las gentes se dirigían a la ermita, desde el pueblo, por un camino polvoriento y sembrado de guijarros, que dejaba a la derecha el Barranquillo, lugar nefando y sospechoso, capaz de quebrantar honras y destruir prestigios a poco que se frecuentase.
Un novenario vespertino precedía a la festividad patronal del barrio. Desde el mismo púlpito centenario en que Antonio María Claret había misionado a otras generaciones galdenses en el verano de 1848, don José Hernández Romero recitaba, ochenta años después, con su acento inequívocamente isleño, «los Gozos» del santo mártir:
Glorioso San Sebastián,
de invicta y santa paciencia,
dignaos a Dios rogar
nos libre de pestilencia…
Viejos y jóvenes contestaban con fervor y devoción a una retahíla de versos ripiosos que llenaban el breve recinto de antiguas y olvidadas canciones.
Las paredes de la vieja ermita y el campanario se restauraban y vestían de cales relucientes. La plazuela, bordeada por tierras de labranza, adquiría el sello anunciador de la próxima solemnidad. Juana «la moyera», oráculo de esta fiesta y de todas las fiestas de la isla, situaba estratégicamente sus cajas turroneras color añil; un gran arco de ramas olorosas se alzaba frente a la entrada del templo.
La víspera del santo se celebraba la procesión nocturna. La campana de la ermita convocaba a los fieles a uno de los actos más entrañables de esta festividad. Acudían gentes de todos los barrios y una compacta muchedumbre rodeaba las pequeñas andas que destacaban como una gran luciérnaga en su lento peregrinaje a la iglesia parroquial, bajo el follaje de los laureles que entoldaban la carretera.
El veinte de enero se reanudaba la animación y el bullicio en la plaza de la ermita. Las notas de la música se mezclaban con en insolente y pertinaz tañido de la campana y el sordo rumor de las conversaciones.
En las últimas horas de la tarde, un acto ritual señalaba el término de las fiestas del Santo: arremolinados en torno al arco vegetal, los asistentes animaban con su algarabía el sorteo de turrones y confituras que pendían como trofeos del verde y oloroso ramaje.
Con las primeras sombras de la noche, la ermita de San Sebastián cerraba su puerta, la campana enmudecía y la plaza quedaba silenciosa y desierta.
Fuente: Rodríguez Batllori, F. 1980. «Romería» En Gáldar (Viñetas de una Historia) (pp. 137-139): Madrid.